Primer capítulo de "RAÍZ"

PRÓLOGO 1: INFIERNO

La noche era oscura y fría. La más oscura y la más fría que recordaba haber visto en su vida. El reloj de su coche marcaba en grandes números de color naranja las dos de la madrugada menos cinco minutos, y justo encima de la hora mostraba una temperatura cercana a los cero grados, lo que no era de extrañar si tenemos en cuenta que estaba en campo abierto, a las afueras del pueblo, y que aunque todavía no habían empezado los días duros de frío glacial, el invierno estaba a punto de ganarle la batalla de todos los años al otoño. 
A pesar de ello, el hombre tenía el cuerpo empapado en sudor. Se acurrucó aún más junto al asiento de su automóvil. Tenía la llave colocada en el contacto, lista para arrancar a toda prisa si fuera necesario. La mitad de su cuerpo (lo que era bastante puesto que era un hombre muy voluminoso) estaba oculta a duras penas bajo el salpicadero, y no sabía cuánto tiempo más iba a poder soportar esa incómoda postura. El pedal del embrague hacía tiempo que se había incrustado en su cuerpo más de lo aconsejable, y una cosa parecida ocurría con sus mellizos, el freno y el acelerador.
Fuera, el reflejo de las llamas dibujaba siniestras formas sobre los cristales. Una curiosa mezcla porque estaba lloviendo como si alguien allá arriba hubiese decidido hacer un remake del Diluvio Universal. Si no hubiera sido por la que estaba cayendo las llamas habrían consumido por completo el pueblo hacía tiempo. Aunque por momentos, la lluvia torrencial parecía avivar las llamas en vez de apagarlas. Aquel desagradable líquido viscoso que cubría las calles era tan inflamable como la gasolina, pero infinitamente más difícil de controlar.
Reunió la poca fuerza de voluntad que aún le quedaba y levantó la cabeza lo suficiente para mirar fuera, ni un milímetro más. A menos de un centenar de metros, el pueblo era pasto de las llamas. 
Trataba de justificarse pensando que no había tenido otra salida que provocar el incendio. Había tenido que hacerlo. Era la única forma de acabar con la pesadilla. Por encima de su cabeza, el cielo amenazaba con licuarse por completo.
De repente sintió que le faltaba el aire. Más que eso, estaba convencido de que se ahogaría si no abría la maldita ventanilla del coche aunque fuesen sólo unos centímetros. Lo hizo, y el olor a madera quemada le golpeó la nariz como un puñetazo.
La sensación de ahogo se incrementó. Trató de bajar por completo la ventanilla, pero se atrancó a la mitad. Por primera vez en su vida, sintió claustrofobia. Tenía que salir del coche ya, en ese mismo momento, sin esperar ni un jodido segundo más. Tiró hacia arriba del seguro de la puerta y agarró el manillar con las manos temblorosas. Se le resbaló un par de veces por el sudor mezclado con el agua de la lluvia que entraba por el hueco que había conseguido abrir, y aunque al fin consiguió girarlo, la puerta siguió cerrada.
—¡Mierda! —maldijo entre dientes. Acababa de recordar que tenía cita con el mecánico para arreglar el seguro esa misma semana, pero no creía que pudiera acudir. Primero porque estaba bastante ocupado, como demostraban los reflejos anaranjados del incendio y el olor a humo, y segundo porque el taller estaba en ese preciso momento siendo pasto de las llamas junto a su dueño.
Sacó el brazo y tanteó nerviosamente en la oscuridad en busca del tirador exterior de la puerta. El ambiente fuera era gélido en comparación con el del interior del coche.
—Pues espera un poco, que se va a poner más calentito. Si sigue lloviendo así se va a desbordar la presa, pero si para de llover las llamas alcanzarán los matorrales y se va a quemar todo en varios kilómetros a la redonda —dijo en voz alta.
Sintió un dolor agudo en la muñeca, y el frío de pronto le pareció insoportable. 
«Un calambre, demasiado frio fuera» pensó, y siguió tanteando en busca del tirador, pero algo iba mal. Se le habían entumecido los dedos tanto que no sentía el tacto de la puerta.
Metió de nuevo el brazo en el coche con la intención de girarse e intentarlo con la otra mano. Al hacerlo, descubrió que parte de la camisa blanca había desaparecido, y que de paso se había llevado la mano consigo. Cuando fue capaz de apartar la vista del hipnótico agujero sangrante miró hacia fuera.
El niño pelirrojo estaba allí. Bajo la lluvia torrencial.
Sonreía.
Y entre sus colmillos triangulares y puntiagudos, asomaba un trozo de camisa blanca.
—¡Jodeeer! —gritó, y trató de arrancar el coche con su única mano. Giró la llave y el motor (gracias a Dios) rugió ruidosamente. Pisó el embrague y metió la primera. Soltó la palanca de cambio de marchas y cogió el volante. La pechera de su camisa se teñía por momentos de color vino tinto, y ya sólo una de las mangas mantenía el blanco inmaculado original. Soltó el volante para cambiar la marcha, y el coche se zarandeó y estuvo a punto de irse al terraplén. Por el retrovisor la figura del niño pelirrojo comenzó a quedar cada vez más atrás con su sonrisa de pesadilla. Por delante, el pueblo en llamas se acercaba. A pesar de que había puesto los limpiaparabrisas a funcionar a tope, no daban abasto para desalojar tanta agua.
—¡Y una Mierda con mayúsculas! —exclamó con rabia.
Pisó el freno, y con todo el esfuerzo del mundo, metió la marcha atrás. Apretó el acelerador, justo a tiempo de ver, a medias entre la iluminación anaranjada de las llamas y la blanca de las luces de marcha atrás, como la sonrisa del pelirrojo se convertía en una mueca de asombro.
Pasó sobre él, y sintió como el coche rebotaba al aplastarlo primero con las ruedas traseras y luego con las delanteras. Lo repitió unas cuantas veces, adelante y atrás, hasta que el bote del coche se hizo bastante menos perceptible.
—Descansa en trozos —dijo, y aguantando las náuseas se encaminó hacia el pueblo. El agua golpeaba el techo del coche con un estruendo ensordecedor y él estaba perdiendo sangre a borbotones. Se detuvo y, como pudo, ayudándose de la boca, arrancó un trozo del faldón de la camisa. La boca se le llenó con el sabor metálico de la sangre. Tenía el aspecto de un depredador, con los ojos desorbitados por el miedo y el trozo de camisa manchada de sangre colgándole a ambos lados de la boca, como si fuera su presa. La escupió, y se repuso a una nueva arcada que le estremeció todo el cuerpo. Consiguió hacer un precario torniquete que, aunque no detuvo del todo la hemorragia, si serviría para darle unos minutos antes de desmayarse, que era todo lo que necesitaba.
—Acabaré con esa maldita cosa antes de irme al otro barrio, lo juro —murmuró y pisó el acelerador a fondo.
Conforme se iba acercando al pueblo el calor se hacía más y más insoportable. Se arrepintió de no haber rellenado el gas del aire acondicionado cuando empezó a fallar a mediados del verano, pero ya era demasiado tarde para pensar en ello. Atravesó una primera nube de vapor blanco: el agua no conseguía apagar el fuego a pesar de la violencia con la que caía, y estaba convirtiendo el pueblo en una inmensa sauna. Cerró lo máximo que pudo la ventanilla a la vez que trataba de mantener la dirección del coche sujetando el volante con las rodillas. Le dio un ataque de tos del que pensó que no iba a poder salir, pero contra todo pronóstico, lo superó. Entre el humo, empezaron a aparecer las figuras borrosas; sólo una al principio, luego dos, tres… una decena… cientos de ellas. Las ruedas ya no se agarraban al asfalto, resbalaban sobre un manto viscoso y hacían aún más difícil la conducción.
—¡Lo sabía! —gritó, y aceleró a fondo. El motor protestó y las ruedas escupieron nubes de gravilla mezclada con cieno.
Entró en la avenida principal arrasando lo que encontraba a su paso. Lo que antes eran personas se colocaban delante del coche intentando detenerlo e irremisiblemente salían despedidas al ser atropelladas. Un grupo de figuras borrosas habían cortado el camino, amontonando bidones de basura y maderas medio achicharradas. En el grupo reconoció al mecánico, con la mitad de su cara convertida en una hamburguesa humeante. Su boca era un semillero de colmillos triangulares retorcidos en una mueca parecida a una sonrisa. Pensó en aprovechar para anular la cita, creía que el coche iba a necesitar más que el arreglo de la puerta, con toda probabilidad necesitaría chapa y pintura… mucha chapa y mucha pintura. Sonrió amargamente ante lo estúpido de la idea mientras el mecánico se estrellaba contra el parabrisas y lo hacía añicos, para luego rodar sobre el techo del vehículo y caer detrás convertido en una bolsa de huesos rotos y cara humeante. El coche golpeó el montón de bidones y basura y se detuvo. Las cosas que antes eran personas se abalanzaron contra él. Se amontonaron sobre él. Desde fuera, sólo se veía un amasijo de cuerpos que se retorcía, escalaba, golpeaba y arañaba intentando llegar a su conductor. Dentro, el hombre luchaba con todas sus fuerzas, que ya eran bastante escasas, para evitar desmayarse. El parabrisas, que había quedado muy dañado con el impacto contra el mecánico cedió, y una nube de manos le arañaron la cara, le agarraron, le pellizcaron… Consiguió poner la marcha atrás y aceleró. Las manos, junto a sus respectivos propietarios, desaparecieron dejando libre su campo de visión. Ahora el agua entraba a borbotones por el hueco que antes protegía el parabrisas.
Y entonces la vio.
Allí, al fondo. La causante de todo.
Aceleró por última vez en su vida. El coche crujió y por un instante temió que fuera a desintegrarse, pero aguantó. Al principio las ruedas giraban descontroladas sin poder moverse del sitio. Iban escarbando en el manto viscoso de lo que quiera que fuese aquella sustancia que cubría el suelo de todo el pueblo hasta que por fin llegaron al asfalto y el coche salió disparado. Y fue cogiendo más y más velocidad conforme se acercaba. Dos figuras más, las últimas, se interpusieron entre él y su objetivo.
—¿Papá? —dijo la niña más pequeña. Él la oyó con toda claridad en el interior de su cabeza. 
—¿Eres tú? —preguntó la mayor. Aunque no podía distinguir sus rasgos a través de la gruesa cortina de agua, sabía que estaban cogidas de la mano, con sus camisones de color celeste. Como siempre lo recibían al llegar a casa del trabajo, antes de acostarse. Sabía que la pequeña llevaría en brazos a su inseparable conejito de peluche.
Y también sabía que, si no hubiese tantísimo humo, podría ver con claridad sus perfectas sonrisas y sus bocas llenas de colmillos triangulares.
Gritó, y el grito le brotó del fondo de su alma. Los ojos se le llenaron de lágrimas y apretó con todas sus fuerzas el pie contra el acelerador, que ya estaba de todos modos pisado a fondo.
—¡Noooo! ¡Papá! —retumbaron las dos voces al unísono como si su cabeza fuese una caja de resonancia.
El coche las derribó unas milésimas de segundo antes de convertirse en una bola de fuego al chocar contra la cabina.




¿Quieres seguir leyendo? ¡Cómpralo por tan sólo 2,99 euros desde AQUÍ!